
La imagen de un chaval de 10 años alcanzando sus más altas cotas de dureza chupando el palodú mientras observa la situación en el patio del colegio, con los brazos cruzados, apoyado contra una pared y frunciendo el entrecejo cual vaquero malote del oeste, llena mi mente de recuerdos. Era una garguería más asequible que los bollicaos o las bolsas de chetos, y más duraderos. Los más avispados traficaban en la escuela llevando grandes bolsas con estos palitos, aspirantes a camellos de barrio. El estatus social se incrementaba cuanto más largo fuera tu palodú, o mayor cantidad de ellos tuvieras en la boca. Los más orgullosos exhibían su colección de palodús ordenados por longitud, grosor y calidad, pensando en el homenaje que se iban a pegar esa tarde tras la merienda mientras veían los dibujos animados. Dulces naturales. Como decía mi abuelo, "en tus tiempos me iba a robar cerezas por ahí y me pegaba unos atracones que me ponía malo de cagalera". Los críos de ahora no consumen más que bollería industrial adornada con dibujitos de Bob Esponja. Estaría bien combinar la degustación de un palodú con una shisha de regaliz simultaneada con un caramelo aromático de eucalipto. En fin, buenos tiempos que nunca volverán...
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